38
El irlandés
El irlandés
Oscar Wilde
(1854-1900)
“Mencionar el nombre de Wilde es mencionar a un dandy, que fuera también un poeta, es evocar la imagen de un caballero dedicado al pobre propósito de asombrar con corbatas y con metáforas. También es evocar la noción del arte como un juego selecto o secreto (…) Es evocar el fatigado crepúsculo del siglo XIX y esa opresiva pompa de invernáculo o de baile de máscaras.”
Así comienza Borges un artículo fechado en 1946 sobre Wilde. Pero también asegura que si bien esas evocaciones no son falsas, corresponden a “verdades parciales”.
“Chesterton es un hombre que quiere recuperar la niñez (dice Borges); Wilde, un hombre que guarda, pese a los hábitos del mal y de la desdicha una invulnerable inocencia.”
La sintaxis de Wilde es “siempre simplísima” asegura, y concluye: “…Wilde es de aquellos venturosos que pueden prescindir de la aprobación de la crítica y aun, a veces, de la aprobación del lector, pues el agrado que nos proporciona su trato es irresistible y constante.”
Nacido el 16 de octubre, en Dublín, Irlanda, su nombre completo era Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde. Hijo del médico Sir Williams Robert Wills Wilde y su esposa Jane Francesca Elgee, escritora de éxito y nacionalista de la causa irlandesa, que se especializaba en recoger relatos tradicionales. Pasó por la Universidad de Oxford, donde recibió la influencia del esteticismo (movimiento que propugnaba el “arte por el arte”) que encabezaba allí Walter Pater.
En 1881 publicó su primera colección de poemas. Famoso por sus epigramas, y por su variada actividad literaria, se convirtió en una celebridad en el mundo elegante e impuso la moda de la languidez, el cabello largo y el rechazo por ciertos modales machistas. Se destacó su comedia “La importancia de llamarse Ernesto” y la novela “El retrato de Dorian Gray”, además de su actividad como crítico y ensayista.
Pero, de acuerdo con Virginia Erhart, uno de los aspectos más memorables de su actividad literaria fue la producción cuentística, “en la que suele combinarse el tono de fábula, una discreta pero a veces amarga crítica social y el ejercicio de una poderosa ironía”.
Condenado en 1895 a dos años de trabajos forzados por una acusación de sodomía, realizada por el padre de su amigo Lord Alfred Douglas, al salir se instaló en París, donde murió dos años después, luego de relatar su amarga experiencia carcelaria. “Balada de la cárcel de Reading” y una extensa carta denominada “De profundis”, ambas de un intenso patetismo.
En su artículo “Máscaras de Oscar Wilde”, el escritor francés André Gide (1869-1951), cuenta su visión de oscar Wilde:
“Aquellos que no se aproximaron a Wilde hasta los últimos tiempos de su vida apenas imaginan, a través del ser débil, derrotado, que la cárcel nos había devuelto, al ser prodigioso que era al principio. Fue en el 91 cuando coincidí con él por primera vez. Wilde poseía entonces lo que Thackeray llama "el don fundamental de los grandes hombres": el éxito. Su ademán, su mirada exultaban. Su éxito era tan seguro que parecía preceder a Wilde y que éste no tenía sino que ir avanzando tras él. Sus libros asombraban, encantaban. Sus obras teatrales hacían correr a todo Londres. Era rico, era grande; era hermoso; estaba colmado de dichas y de honores. Unos lo comparaban a un Baco asiático; otros a algún emperador romano; y otros aun al mismo Apolo... y la verdad es que resplandecía. (…)
Oí hablar de él en casa de Mallarmé: lo pintaban como un conversador brillante, y yo deseaba conocerlo, aunque sin pensar conseguirlo. Una feliz casualidad vino en mi ayuda o, mejor dicho, un amigo, a quien yo había expuesto mi deseo. Wilde fue invitado a cenar. En un restaurante. Eramos cuatro, pero Wilde fue el único que habló. Wilde no conversaba: contaba. Durante casi toda la comida no paró de contar. Contaba despacio, lentamente; su misma voz era maravillosa. Sabía admirablemente el francés, pero fingía buscar un poco las palabras que deseaba hacer esperar. Casi no tenía acento, salvo el que le gustaba conservar y que podía imprimir a las palabras un matiz nuevo y a la vez exótico. Pronunciaba, voluntariamente, skepticisme por scepticisme... Los cuentos que aquella noche nos narró interminablemente eran confusos y no de los mejores de entre los suyos; Wilde, inseguro de nosotros, nos tanteaba. De su sabiduría o bien de su locura, jamás ofrecía sino aquello que él suponía podía gustar al oyente; servía a cada cual el pienso, según su apetito; los que nada esperaban de él, nada obtenían, salvo un poco de espuma ligera; y, como ante todo se preocupaba de divertir, muchos de aquellos que creyeron conocerle sólo conocieron de él al hombre divertido.
Concluida la cena, salimos. Como mis dos amigos caminaran juntos, Wilde me cogió aparte.
-Escucha usted con los ojos -me dijo con cierta brusquedad-; he aquí por qué voy a contarle esta historia. Cuando murió Narciso; las flores de los campos quedaron desoladas y solicitaron al río gotas de agua para llorarle. "¡Oh!", les respondió el río, "aun cuando todas mis gotas de agua se convirtieran en lágrimas, no tendría suficientes para llorar yo mismo a Narciso: yo le amaba". "¡Oh!", prosiguieron las flores de los campos, "¿cómo no ibas a amar a Narciso? Era hermoso". "¿Era hermoso?", dijo el río. "¿Y quién mejor que tú para saberlo?", dijeron las flores. "Todos los días se inclinaba sobre tu ribazo, contemplaba en tus aguas su belleza..." Wilde se detuvo un instante...
-"Si yo le amaba", respondió el río, "es porque, cuando se inclinaba sobre mí, veía yo en sus ojos el reflejo de mis aguas".
Después Wilde, pavoneándose con una singular carcajada, añadió:
-Esta historia se llama El discípulo. (…)”
El fantasma de Canterville
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/wilde/fantasma.htm
Pluma, lápiz y veneno
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/wilde/pluma.htm
El hombre que contaba historias
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/wilde/hombrequ.htm
El maestro
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/wilde/maestro.htm
Oí hablar de él en casa de Mallarmé: lo pintaban como un conversador brillante, y yo deseaba conocerlo, aunque sin pensar conseguirlo. Una feliz casualidad vino en mi ayuda o, mejor dicho, un amigo, a quien yo había expuesto mi deseo. Wilde fue invitado a cenar. En un restaurante. Eramos cuatro, pero Wilde fue el único que habló. Wilde no conversaba: contaba. Durante casi toda la comida no paró de contar. Contaba despacio, lentamente; su misma voz era maravillosa. Sabía admirablemente el francés, pero fingía buscar un poco las palabras que deseaba hacer esperar. Casi no tenía acento, salvo el que le gustaba conservar y que podía imprimir a las palabras un matiz nuevo y a la vez exótico. Pronunciaba, voluntariamente, skepticisme por scepticisme... Los cuentos que aquella noche nos narró interminablemente eran confusos y no de los mejores de entre los suyos; Wilde, inseguro de nosotros, nos tanteaba. De su sabiduría o bien de su locura, jamás ofrecía sino aquello que él suponía podía gustar al oyente; servía a cada cual el pienso, según su apetito; los que nada esperaban de él, nada obtenían, salvo un poco de espuma ligera; y, como ante todo se preocupaba de divertir, muchos de aquellos que creyeron conocerle sólo conocieron de él al hombre divertido.
Concluida la cena, salimos. Como mis dos amigos caminaran juntos, Wilde me cogió aparte.
-Escucha usted con los ojos -me dijo con cierta brusquedad-; he aquí por qué voy a contarle esta historia. Cuando murió Narciso; las flores de los campos quedaron desoladas y solicitaron al río gotas de agua para llorarle. "¡Oh!", les respondió el río, "aun cuando todas mis gotas de agua se convirtieran en lágrimas, no tendría suficientes para llorar yo mismo a Narciso: yo le amaba". "¡Oh!", prosiguieron las flores de los campos, "¿cómo no ibas a amar a Narciso? Era hermoso". "¿Era hermoso?", dijo el río. "¿Y quién mejor que tú para saberlo?", dijeron las flores. "Todos los días se inclinaba sobre tu ribazo, contemplaba en tus aguas su belleza..." Wilde se detuvo un instante...
-"Si yo le amaba", respondió el río, "es porque, cuando se inclinaba sobre mí, veía yo en sus ojos el reflejo de mis aguas".
Después Wilde, pavoneándose con una singular carcajada, añadió:
-Esta historia se llama El discípulo. (…)”
El fantasma de Canterville
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/wilde/fantasma.htm
Pluma, lápiz y veneno
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/wilde/pluma.htm
El hombre que contaba historias
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/wilde/hombrequ.htm
El maestro
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/wilde/maestro.htm
No hay comentarios:
Publicar un comentario