2da PARTE
En la primera parte de estas reseña se trató de esbozar lo que puede haber sido el origen del cuento como género y a quienes, a partir de principios del siglo XIX, le dieron ese carácter autónomo, que lo elevó a un grado de popularidad e importancia como para ubicarlo en el definitivo podio de género literario.
Poe, los franceses, los rusos, lo convirtieron en un modelo literario que fue seguido y desarrollado en el tiempo. A partir de ellos nunca más fue un género menor, y contó con momentos excepcionales, donde su altura artística le permitió tener cultores casi exclusivos, como el mismo Poe o nuestro Jorge Luis Borges.
En esta parte, el recorrido será más amplio, aunque naturalmente exiguo y limitado a los gustos y conocimientos de quien reseña, pero intentará acercar, por lo menos, las mejores obras y los autores más importantes de mediados del siglo XIX.
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Los norteamericanos
El aporte de Edgar Allan Poe significó mucho para el cuento, fundamentalmente por haber sabido fijar determinadas normas (que no siempre él mismo cumpliría), que dieron el basamento que permitiría empezar a estudiar y analizar el género. Los nuevos autores, en su mayoría respetaron los grandes lineamientos brindados por Poe, o por lo menos lo tomaron como base para desarrollar diversas variantes.
(De aquellos lineamientos ya se habló en las primeras notas de esta reseña, y sobre los diferentes aportes y opiniones se tratará de dar algunos datos mínimos pero imprescindibles.)
Poe no fue el único cultor del cuento en su país; como él mismo explicó en su momento, su escritura estuvo referida a otros autores, como Irving o Hawthorne. A partir de allí el cuento en EE.UU. tuvo muchos cultores, de alta calidad y de gran variedad, que aportaron muchísimo a la literatura universal, a los cuales iremos haciendo referencia en los próximos capítulos.
Pero es imposible comentar la literatura de Norteamérica en el siglo XIX sin tener en cuenta los profundos cambios que se iban produciendo en el país, en particular su crecimiento territorial y su desarrollo económico, que poco después le haría ocupar un lugar de privilegio en el panorama de naciones dominantes en el mundo.
Un país en crecimiento
En el siglo XIX los Estados Unidos le compran Florida a España, Lousiana a Francia y Alaska a Rusia, les quitan las tierras a los indios (luego de exterminarlos) y se quedan con la mitad del territorio mexicano (un millón y medio de kilómetros cuadrados), que se anexan por medio de las armas. También toman Hawai y, guerra mediante, ocupan Cuba, Puerto Rico y Filipinas, además de incidir en toda América con su fuerza económica y militar. Hacia fines de siglo el desarrollo petrolero estaría encarnado en la Standard Oil (el trust de Rockefeller), el poderío bancario de la mano de Morgan y se produce un desarrollo capitalista acelerado que se afianza a partir de 1860, con el enfrentamiento con los terratenientes del sur, que trae como consecuencia la Guerra de Secesión, la derrota del feudalismo y del esclavismo y el avance incontenible del capitalismo, a través de la industrialización y la fragmentación del sistema agrícola de los estados del sur.
Por entonces ya se había puesto en práctica la Doctrina Monroe (1823) con la famosa frase “América para los americanos”, que pretendía evitar ingerencias extra continentales, pero que de alguna manera marcaba a fuego la política norteamericana de intervención permanente en los asuntos latinoamericanos, sin ingerencia de otras potencias
Como señala la escritora Nora Dottori en “La búsqueda de una expresión natural…”:
“Las condiciones geográficas, los factores históricos, la posibilidad de una rápida expansión a través de territorios casi inexplorados determinaron que los autores norteamericanos fueran adquiriendo una visión propia de la realidad y que la expresaran mediante fórmulas y recursos originales.”
Dottori señala que a esta corriente “nacionalista” se le opone otra europeizante, cosmopolita (similares corrientes se daban, recuerden, en la Rusia de Pushkin), y ambas alcanzan su plenitud hacia fin de siglo.
Dottori define los comienzos de la literatura norteamericana influenciada por las concepciones románticas de Europa: “los cuentos de Washington Irving hacen suponer el impacto del ‘märchen’ alemán (con el término märchen se define un género literario propio del romanticismo alemán, que deriva de las leyendas populares, de las fábulas, pero como relato alegórico, simbólico -recuérdese a los hermanos Grimm-, puede ser entendido según el ángulo de percepción desde el cual es considerado); la obra de Poe trasunta una incesante nostalgia de la cultura del viejo mundo; las narraciones de Fenimore Cooper, aunque inspiradas en episodios de la vida local, dejan entrever el antecedente de Walter Scott.” Señala los llamados a la independencia cultural de Emerson y Thoreau, y marca las diferencias existentes, a mediados del siglo XIX, entre dos escritores: “mientras en Hawthorne se destaca el ascendiente europeo, en Melville hay una búsqueda de recursos épicos que tal vez respondía a la vastedad del territorio americano y a las concepciones expansionistas imperantes.”
Pero para la escritora, es a fin de siglo cuando se da el punto culminante entre estas concepciones “a través de dos figuras decisivas por su prominencia y significación: Mark Twain y Henry James. El primero representa la incorporación del sur donde había nacido y la frontera occidental (…) El segundo encarna, en cambio, la tradición gentil de Nueva Inglaterra, ejemplificada por el europeísmo bostoniano y por la cultura cosmopolita de la Universidad de Harvard.”
Aunque no se conocieron entre sí, ambos fueron la cumbre de la prosa norteamericana. Uno, James, terminó adoptando la ciudadanía británica poco antes de morir, y el otro, Twain, fue considerado por Hemingway como el origen de la moderna literatura norteamericana.
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