viernes, 26 de febrero de 2010

El cuento: de los orígenes a la actualidad (14) por Roberto Brey



14

Guy de Maupassant (1850-1893)


Maupassant se destacó por sus cuentos, tanto los naturalistas, inspirados por Zola, como los de género fantástico.
Según dice el crítico Jaime Rest: “Quienes opinan que Poe ‘cerró’ el cuento, en su afán de crear una atmósfera de sortilegio y premonición, piensan que Maupassant contribuyó a su ulterior ‘apertura’, mediante una adecuada dosis de realismo.”

Después de una infancia y adolescencia muy apegada a su madre (que sufrió una temprana separación), Maupassant asistió al mismo liceo en Ruan que Gustave Flaubert, al que conocería luego en 1867. Flaubert, quien lo tomó bajo su protección (tal vez jugando cierto papel de padre ausente), le abrió la puerta de algunos periódicos y le presentó a Iván Turgéniev y Emilio Zola.

El escritor viaja a París tras la derrota francesa en la Guerra Franco-Prusiana de 1870 (donde participó en el ejército) y trabaja como funcionario en varios ministerios (la atmósfera kafkiana del ministerio le inspirará “L'Heritage”), hasta que publica en 1880 su primera gran obra, “Bola de Sebo". El relato, con gran influencia de Flaubert, fue ponderado por éste.

Autor de multitud de cuentos y relatos (más de 300), sus temas favoritos son los campesinos normandos, los pequeños burgueses, la mediocridad de los funcionarios, la guerra franco prusiana de 1870, las aventuras amorosas o las alucinaciones de la locura: “La Casa Tellier” (1881), “Los cuentos de la becada” (1883), “El Horla” (1887). Este último es uno de los muchos cuentos de terror, que algunos reconocen a la altura de Edgar Alan Poe, y donde se ve la figura obsesiva y lo sobrenatural: “¿Quién sabe?”, “La noche”, “La cabellera”, son algunos de ellos.

Sus novelas fueron: “Una vida” (1883), “Bel-Ami” (1885), “Mont-Oriol” (1887), “Pierre y Jean” (1888), “Fuerte como la muerte” (1889) y “Nuestro Corazón” (1890).
La enfermedad venérea hereditaria que padecía su familia, y que lo llevará a la locura y a la muerte, tal vez haya sido también inspiración para algunos de sus relatos.

La crítica
Muchas veces Maupassant se mostraba disgustado con sus críticos. Para él, un crítico debía ser: “sin prejuicio alguno, ni opiniones preconcebidas, sin ideas de escuela, sin compromisos con ningún grupo de artistas”. También esperaba: “que comprenda, distinga y explique las tendencias más opuestas, los temperamentos más contrapuestos y admita las más diversas búsquedas del arte”.

Tal vez fuera mucho pedir, pero evidentemente era casi una obsesión, que lo llevó a escribir un largo prólogo en la novela “Pedro y Juan”. Allí se preguntaba: “¿Existen reglas para escribir una novela?”. Y se contestaba: “…lo que debería hacer un crítico inteligente es buscar aquello que menos se parece a las novelas ya escritas y estimular todo lo posible a los jóvenes para que emprendan nuevos caminos.”

Convencido de que el talento “procede de la originalidad, que es una manera especial de pensar, de ver, de comprender y de juzgar”, decía que el crítico debía “descubrir y alabar incluso los libros que no le satisfacen como hombre, pero que debe comprender como juez.” Y se quejaba de que ellos no fueran “más que lectores, y el resultado es que nos censuran casi siempre erróneamente o que nos elogian sin reserva y sin tino.”

Si el lector busca “satisfacer la tendencia natural de su espíritu”, decía, “pide al escritor que responda a su gusto predominante.” Y concluía: “Tan sólo algunos espíritus selectos piden al artista: «Escriban algo bello, en la forma que mejor les cuadre, según su temperamento.» El artista lo intenta y triunfa o fracasa.”

El realismo
Luego, en el mismo prólogo, Maupassant defiende su estilo: “…tras las escuelas literarias que han querido darnos una visión deformada, sobrehumana, poética, enternecedora, encantadora o soberbia de la vida, vino una escuela realista o naturalista que pretendió indicarnos la verdad, nada más que la verdad y toda la verdad.”
Pero le aclara a los críticos: “Echarle en cara (al escritor) que vea las cosas hermosas o feas, pequeñas o épicas, graciosas o siniestras, es como reprocharle estar configurado de tal o cual manera y no tener una visión que concuerde con la nuestra.”

Y allí mismo planteaba su visión de los diferentes estilos en pugna en la época:

“El novelista que transforma la verdad constante, brutal y desagradable, para lograr una aventura excepcional y seductora, debe, sin preocuparse demasiado por la verosimilitud, manejar a su antojo los acontecimientos, prepararlos y arreglarlos para complacer al lector, emocionarle o enternecerle. El plan de su novela no es más que una serie de combinaciones ingeniosas que conducen con habilidad al desenlace. Los incidentes se disponen y dirigen hacia el punto culminante, y el resultado final, que es un acontecimiento capital y decisivo, debe satisfacer todas las curiosidades excitadas al principio, poniendo un limite al interés y acabando de una manera tan completa la historia relatada, que ya no se desee saber qué les ocurrirá en el futuro a los personajes más sobresalientes.
En cambio, el novelista que pretende darnos una imagen exacta de la vida debe evitar cuidadosamente cualquier encadenamiento de hechos que pudiera parecer excepcional. Su finalidad no estriba en contarnos una historia, divertirnos o entristecernos, sino en forzarnos a pensar, a comprender el sentido profundo y oculto de los sucesos. A fuerza de observar y meditar, mira el universo, las cosas, los hechos y los hombres de cierto modo que le es
peculiar y que se deriva del conjunto de sus observaciones meditadas. Esta es la visión personal del mundo que intenta comunicarnos reproduciéndola en un libro.
Para conmovernos, como le ha conmovido a él mismo el espectáculo de la vida, debe reproducirla ante nuestros ojos con escrupulosa semejanza. Por lo tanto, deberá componer su obra de una manera tan hábil, tan disimulada y en apariencia tan sencilla, que sea imposible adivinar e indicar el plan, descubrir sus intenciones.
(…)
Por lo tanto, la habilidad de su plan no consistirá en la emoción o el hechizo, en un comienzo atractivo o en una catástrofe emocionante, sino en la hábil agrupación de pequeños hechos constantes, de donde se desprenderá el sentido definitivo de la obra. Si hace caber en trescientas páginas diez años de una vida para demostrarnos cuál ha sido, en medio de todos
los seres que la han rodeado, su significación particular y muy característica, deberá saber eliminar, entre los innumerables y menudos hechos cotidianos, todos los que le resulten inútiles, y destacar de una manera especial todos aquellos que pasarían inadvertidos para observadores poco perspicaces y que proporcionan al libro su interés y su valor de conjunto.


(…)
En resumidas cuentas, si el novelista de ayer escogía y relataba las crisis de la vida, los estados agudos del alma y del corazón, el actual novelista escribe la historia del corazón, del alma y de la inteligencia en estado normal. Para producir el estado que persigue, es decir, la emoción de la simple realidad, y para hacer resaltar la enseñanza artística que pretende descubrir, o sea la revelación de lo que es verdaderamente a sus ojos el hombre contemporáneo, deberá emplear tan sólo hechos de una verdad irrecusable y constante.”


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