martes, 5 de junio de 2012

EL FESTÍN DE LA TÍA BIENVENIDA


I
   -Será mi fiesta de despedida.
   -¿Despedida de qué, tía Bienvenida?
   -De la sociedad, de la vida.
   -No pensarás suicidarte...
   -¿Suicidarme? ¿A qué gastar en veneno, o en pólvora? A mi edad, la muerte viene de balde.
   La Tía Bienvenida había llegado a la conclusión de que había ya vivido lo suficiente. Los años le pesaban; sus relaciones con la sociedad de aquella villa habitada por gente de alto copete, habían raleado. Sus viejos amigos, o habían muerto, o se hallaban impedidos. Estaban también los que habían cortado relaciones a causa de lo intratable que en ocasiones y con cierta gente que no era de su agrado, mi bendita tía se mostraba.
   -Me gastaré unos cuantos doblones en un banquete y fiesta. No te amurries, sobrino, no quedarás en la estacada: Tengo resto.
   Referíase doña Bienvenida, viuda y sin hijos, a que yo estaba designado por ella su heredero universal en un testamento ológrafo.
   -Habrá viandas y bebida de calidad, y una orquesta.
   Se puso, sin más, a disponer lo necesario para aquel festín con que, según decía, la anciana dama se quería despedir del mundo.

II
   Me encomendó  encargar la impresión de las tarjetas de convite; contraté la tarea con la mejor imprenta del lugar: se emplearía papel de culebrilla ahuesado, y se utilizaría letra cortesana de molde. Ella firmaría al pie con su letra bastarda clara, firme aún, de caracteres añejos propios de alumna de colegio de ursulinas. Se enviarían a las principales familias de la villa, dignidades eclesiásticas, figuras políticas. Con todos ella había tenido trato en épocas de mayor lustre de su casa; desde hacía unos años, al paso que la edad la había ido agobiando, esas relaciones se habían enfriado y reducido a la mínima expresión.
   Se compraron bebidas de marca; se contrató en la mejor cocina de la comarca la provisión de las viandas. La pobre había dado un valiente pellizco a su bolsa.

III
   Arribó el gran día. En la casona ancestral, antañona y de una moderada elegancia, todo estaba apercibido: las mesas, las viandas, las bebidas, los mozos y lacayos, las luminarias, la orquesta.
   Llegó la hora. Pero, ¡cosa extraña!, hasta ese momento ningún convidado se había presentado en el lugar. ¿Era posible que todos fuesen impuntuales? La cosa se fue agravando: Media hora después continuaba sin llegar nadie, y al cumplirse la hora de espera, la situación no había variado. Era, sin duda, un caso raro. ¡Ni siquiera el envío de alguna excusa, la alegación de un impedimento, de un imprevisto por parte de alguien que, al no poder, o no querer asistir, quería, por lo menos, no quedar mal!
   No se presentó nadie; nadie se excusó. Mi tía estaba desolada. La hora del convite había sido fijada para las ocho de la noche; a las doce mi tía dio por concluido el no celebrado festín. ¿Era posible semejante desaire? ¿Que la sociedad de la comarca en pleno le demostrase así su desprecio? ¿Que ni siquiera una persona hubiese asistido, que ni una siquiera se hubiese excusado? Repartió lo que pudo de vituallas y licores; su parte tuvieron criados y músicos. Lo sobrante lo mandaría al día siguiente al orfanato y al asilo de ancianos.¡Cuánto gasto para nada! Se despidió de mí, y me fui a mi casa. A Emerenciana, la criada que vivía con ella y la atendía, le dio licencia para que se recogiese.
   Candil en mano, melancólica y contrariada, comenzó a subir la escalera que la llevaba a su alcoba. Entró en ella; extendió el candilero, colgó del garfio el candil de tres luces, y se dispuso a despojarse para acostarse. Al abrir un cajón de la cómoda, descubrió, cuidadosamente apiladas, todas las invitaciones: ¡Se había olvidado de enviarlas!

Francisco  Vázquez

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