La editorial La Compañía publicó hace un par de años
“Cuaderno de notas”, del escritor ruso Anton Chéjov. No se trata de algunos de
sus magistrales cuentos, tampoco de alguna de sus admirables obras de teatro.
No, es una recopilación de los cuadernos de notas que el creador llevó hasta su
muerte en 1904.
No son cuentos breves, ni reflexiones sesudas sobre la vida y los
lugares que visitaba. Sólo se trata de su visión sobre las personas, las cosas
y los lugares que visitaba. Detrás de ellas se descubren argumentos,
observaciones, que tomarán vida seguramente en algunos de sus personajes. Para
los conocedores de su obra será un placer descubrir sus antecedentes, o los
pequeños incidentes que lograron hacerle crear esos momentos sutiles y efímeros
de los que todo lector disfruta en sus páginas. Él, en esas líneas, casi
siempre breves, descubre el alma de su pueblo, sus costumbres, su pensamiento,
su manera de ser… Habla de sus hijos, de los escritores que frecuentaba, de los
que admiraba. Y el lector termina apasionándose por esas observaciones
aparentemente sueltas como si fuera una novela de la que no es posible
desprenderse hasta llegar al final.
La escritora Vlady Kociancich realiza una introducción, que
es en realidad una admirable confesión de amor eterno. Define al estilo
chejoviano como: “un humanismo sin ilusiones pero piadosamente humano, con
individuos en trance de perderse no por grandes ideas ni grandes decisiones,
sino por esas cosas de la vida. Su estilo, breve, rápido, libre, es la ambición
vigente.”
Otro escritor prestigioso, Leopoldo Brizuela, tradujo los
cuadernos y escribió el posfacio, donde relata algunas alternativas de estos textos
desconocidos en nuestro país, y explica: “El lector encontrará a Chejov mucho menos en los deliciosos hechos narrados que
en la mirada, que supo entender su importancia más allá de la nimiedad
aparente…”
Porque la vida es así, como la mira y la describe Chejov, sin luces, apagada, con seres que se
ven presos de situaciones que los superan y que no saben cómo resolver. Pero
hombres y mujeres descriptos con infinita piedad, con cariño y con humor sutil,
en sus deseos de obtener lo que no pueden, esa felicidad que se les escapa de
las manos…
Una última muestra de ese estilo queda impreso en el cuaderno:
“Un joven tímido, que
ha llegado de visita, se queda a pasar la noche; de pronto una vieja de 80 años
entra con un tubo para hacer enemas y le administra una; él, diciéndose que ha
de ser la costumbre de la casa, aguanta sin protestar; al otro día se da cuenta
de que la vieja se equivocó”.
Antón Chejov nació en 1860 y murió en 1904, a la
tempranísima edad de 44 años, víctima de la tuberculosis. La última humorada de
la vida fue ya en su muerte, cuando el ataúd con sus restos llegó a la estación
donde lo aguardaban sus admiradores, en un vagón frigorífico que habitualmente transportaba
ostras. La multitud que lo aguardaba
se fue por error tras el cadáver de un general fallecido en combate y que
llegaba en esos momentos. Mientras los admiradores de Chejov se asombraban de
que fuera enterrado al son de una marcha militar, sin saber que el enterrado
era el militar, una reducida comitiva, compuesta por oficiales y camaradas del
general seguía los verdaderos restos de Chejov creyendo que eran del general.
Chejov escribió
cuentos como La estepa, La cigarra, la famosa: La dama del perrito; y obras
como La Gaviota, Tío Vania, Tres hermanas, El jardín de los cerezos. Sus
escritos inspiraron decenas de películas y sus obras se siguen interpretando en
todos los teatros del mundo.
Editorial La
Compañía
186 pág. $65.
R.B.
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