lunes, 20 de abril de 2009

Una latita de cerveza

por Juan Disante

En la autopista Panamericana, a la altura de Rosario, Santa Fe, un alegre automovilista, de esos de escape libre, arrojó desaprensivamente una latita de cerveza por la ventanilla. La latita salió con fuerza hacia arriba dando varias volteretas espectaculares en el aire, hasta que la fuerza de gravedad se lo permitió, y comenzó su caída con la misma suavidad de un planeador balanceado por el viento.
Mirando por el espejo retrovisor, el automovilista sonreía ufano. Le había gustado la rara cabriola. Sentía que, después de paladear, a 160 kilómetros, esa delicia fermentada con la última tecnología de aquella excitada ciudad de Munich en Alemania, había valido la pena completar el placer revoleando bien lejos el aluminio descartado. De ningún modo hubiera sido lo mismo conservarlo, para arrojarlo al cesto de desperdicios más próximo. No. Esos pequeños placeres hay que dárselos en vida. Es como palpitar un gol.
Pero, claro está que la latita siguió su errático curso, para buscar algún destino más trascendente, mas wagneriano. Entonces fue que, cuando en su caída llegó al pavimento, picó de punta para volver a elevarse portentosamente en el aire y producir ocho o nueve saltos mortales, como aquellos que vemos en la función matinée de los circos. Siguió con varios serpenteos ostentosos, por sobre el lomo de una ráfaga de aire y así demostró todo el despliegue que puede ofrecer lo importado para dar un buen espectáculo extra. Cuando volvió a caer, giró con elegancia sobre sí misma y proyectó a contraluz vivísimos rayos de colores en todas direcciones, pasando del azul eléctrico, al plata histriónico, con el vértigo encandilante de un calidoscopio.
Al tocar tierra nuevamente, la latita, lejos de abandonarse, se apoyó de costado y reinició un zigzagueante deambular –coqueto y aspaventero- a lo largo de la calzada, como para volver a despegar y ofrecer mucho más. En ese preciso momento, otro auto que venía detrás, rozó apenas a la latita que pegó un musical brinco y volvió en un tris para comenzar a ensayar una seguidilla de pasos de baile flamenco, de aquellos que gustan tanto a la colectividad alemana. Entonces ensayó avances, retrocesos. Cuatro pasos al costado. Dos giros al ritmo de castañuelas. ¡Olé! El quejumbre de algún cantaor gitano arrobado por la fiesta. El sonar de guitarras y palmas a un contrarritmo saleroso, y giros. Muchos giros… Bueno, luego lo que se sabe: los saludos, luces, aplausos. El bis atronador pidiendo más y más. Cartel. Fama. “La cerveza alemana ofrece ese toque de más”.
Lo imprevisible fue que por la carretera seguía avanzando el tránsito, hasta el punto en que un tercer distraído automovilista fue encandilado por el metálico resplandor y la algarabía de la fiesta gitana. Dio un golpe de volante y aplicó los frenos instintivamente. De ese modo, la latita fue aplastada tras un estruendoso final, sin mayores contemplaciones, sin reparar siquiera en su maestría centroeuropea. Su pasado de gloria quedó tan chato como deleznable para la historia.
La maniobra del último conductor fue de tal suerte inesperada que, otro vehículo que lo seguía, lo embistió ruidosamente. Los conductores, quebrados por la desgracia, bajaron de los autos y comenzaron a discutir.
Mientras tanto y a toda velocidad, venía avanzando una apiñada cadena de coches que, sucesivamente, volanteaban para intentar frenar, y finalmente terminaban chocando unos contra otros sin solución de continuidad. La colisión de todos los que llegaban al último accidentado, hizo que se formara una larga fila india a lo largo de cientos de kilómetros. Como si fuera un único animal; un fantástico y dilatado gusano de crecimiento permanente e imparables encontronazos.
Al cierre de este escrito, la patética sucesión de choques no ha llegado a su fin y amenaza con ingresar a Buenos Aires. Las autoridades y el ejército no saben cómo actuar y los medios televisivos se han apostado con antelación sobre los puentes para poder filmar el arribo de las colisiones y tener la primicia de la posible sangre corrida.
Algunos economistas recibidos en Harvard dicen que es necesario prohibir la importación de cervezas alemanas que ofrezcan un plus.

2 comentarios:

Silvana Muzzopappa dijo...

Con semejante descripción del espectáculo que hizo la lata, valió la pena cada uno de los choques.

Saludos.

adry brovia dijo...

BUENÍSIMO RELATO!!!
ESO ES INGENIO!!
PENSAR QUE HABLASTE DE TODO( alcohol al volante, desperdicios, velocidad, noticieros, etc, etc...) COMENZANDO A HABLAR DE UNA LATA!!!
TE SEGUIRÉ LEYENDO CON GUSTO!
UN ABRAZO
ADRIANA