Por Juan Disante
“¿Hay alguien ahí?”, grita el centinela del
Palacio de Elsinger en que el espectro del Rey,
entre brumas, aparecerá ante su hijo Hamlet.
“¿Hay alguien ahí?”, grita el centinela del
Palacio de Elsinger en que el espectro del Rey,
entre brumas, aparecerá ante su hijo Hamlet.
.
Palabra pensada, palabra dicha, palabra escrita, palabra iluminada por los megabits. La Web democratizó los procedimientos de comunicación y sus soportes. Las personas se siguen agrupando por el lenguaje, el motor de su gregarismo. Pero, aún no sabemos para qué usar esa democracia virtual del decir. Libertad sietemesina por añadidura. Sustituyó el qué y el cómo por el quién. ¿Quién envía esto? La necesidad de vínculo con otro ser humano. Tal vez la búsqueda de un afecto binario. ¿Placer?
.
En la tradicional literatura en papel hay algo de misterio. Aquello que se sugiere en la evocación. Aquello que puede avecinarse con el devenir de las palabras entintadas. Es una entidad la que nos habla. Es la voz callada de un narrador oculto. El libro es elegido por nosotros entre pilas de otros tomos. No hay sugerencia. Podemos darle más importancia al contenido que al autor. Pero sólo nos rige el instinto, el gusto, el quid. El mensaje es indirecto, sesgado. La decisión es nuestra.
.
En la computadora “alguien” envía el texto digital. Entonces, el misterio se traslada a ese mensajero. El autor o el contenido es dictado a santo de un viboreante camino de certezas que, generalmente, viene avalado por una larga fila de transmisores. Alguien nos dijo: “…”, y nosotros lo reenviamos. Y usted, lo mejor que puede hacer es reenviarlo a todos los que pueda.
Ese alguien detrás de su pantalla, lleva sobre su cabeza un casco con pluma, enchufes y vaya a conocer sus inquietudes. Tiene calidad electrónica. Tal vez no haya escrito ese texto, pero lo importante para nosotros es saber qué le está ocurriendo y quién es. El qué y el cómo por el quién. El ejecutor.
Lo literario siempre es recóndito y anchuroso, por esto que, cuando ofrece un desvío de acercamiento en la Web, se produce la ilusión de un roce de piel.
En vez, la piel del papel impreso, parabién, afianza las distancias. Al tacto, produce exfoliación de conjeturas.
.
La lectura de literatura en los libros no es idéntica a la que surge de la tecnología electrónica. En el papel se avanza, se detiene, se retrocede.
Es un ir y venir. Un papirotazo al seso. Se puede abandonar la lectura para retomarla desde distintas topografías. Durante varios días, queda girando en la mente del lector la idea de lo leído para analizarlo sin apuro. Por considerar.
.
La palabra en la Web de algún modo obliga al apuro. La luz incidente dispensa ojos. Hay que apurar porque en algún otro sitio “alguien está esperando”. El rostro ignoto asoma su nariz, puede llegar a tener forma. La nariz pretende arrastrar a la lengua. Por donde, pueden ser narices rotas, como la de las estatuas de la Antigua Roma. Así y todo, uno puede llegar a comprometerse, porque el compromiso es siempre impresionista.
Palabra pensada, palabra dicha, palabra escrita, palabra iluminada por los megabits. La Web democratizó los procedimientos de comunicación y sus soportes. Las personas se siguen agrupando por el lenguaje, el motor de su gregarismo. Pero, aún no sabemos para qué usar esa democracia virtual del decir. Libertad sietemesina por añadidura. Sustituyó el qué y el cómo por el quién. ¿Quién envía esto? La necesidad de vínculo con otro ser humano. Tal vez la búsqueda de un afecto binario. ¿Placer?
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En la tradicional literatura en papel hay algo de misterio. Aquello que se sugiere en la evocación. Aquello que puede avecinarse con el devenir de las palabras entintadas. Es una entidad la que nos habla. Es la voz callada de un narrador oculto. El libro es elegido por nosotros entre pilas de otros tomos. No hay sugerencia. Podemos darle más importancia al contenido que al autor. Pero sólo nos rige el instinto, el gusto, el quid. El mensaje es indirecto, sesgado. La decisión es nuestra.
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En la computadora “alguien” envía el texto digital. Entonces, el misterio se traslada a ese mensajero. El autor o el contenido es dictado a santo de un viboreante camino de certezas que, generalmente, viene avalado por una larga fila de transmisores. Alguien nos dijo: “…”, y nosotros lo reenviamos. Y usted, lo mejor que puede hacer es reenviarlo a todos los que pueda.
Ese alguien detrás de su pantalla, lleva sobre su cabeza un casco con pluma, enchufes y vaya a conocer sus inquietudes. Tiene calidad electrónica. Tal vez no haya escrito ese texto, pero lo importante para nosotros es saber qué le está ocurriendo y quién es. El qué y el cómo por el quién. El ejecutor.
Lo literario siempre es recóndito y anchuroso, por esto que, cuando ofrece un desvío de acercamiento en la Web, se produce la ilusión de un roce de piel.
En vez, la piel del papel impreso, parabién, afianza las distancias. Al tacto, produce exfoliación de conjeturas.
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La lectura de literatura en los libros no es idéntica a la que surge de la tecnología electrónica. En el papel se avanza, se detiene, se retrocede.
Es un ir y venir. Un papirotazo al seso. Se puede abandonar la lectura para retomarla desde distintas topografías. Durante varios días, queda girando en la mente del lector la idea de lo leído para analizarlo sin apuro. Por considerar.
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La palabra en la Web de algún modo obliga al apuro. La luz incidente dispensa ojos. Hay que apurar porque en algún otro sitio “alguien está esperando”. El rostro ignoto asoma su nariz, puede llegar a tener forma. La nariz pretende arrastrar a la lengua. Por donde, pueden ser narices rotas, como la de las estatuas de la Antigua Roma. Así y todo, uno puede llegar a comprometerse, porque el compromiso es siempre impresionista.
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Abrazados a los libros, el empeño asume otro rostro. No hay olfatos quebrados, hay verbosa habla. Hay un estigma de la memoria que no se mide en higas. Aun cuando el placer de las invocaciones siempre es distante, propio de nuestra interioridad, porque surge de nuestro singular.
Con una nariz enteriza siempre preferiremos sentir el aroma a tinta y papel en nuestras manos, aquél bálsamo que nos lleva indeciblemente a la lengua materna.
Abrazados a los libros, el empeño asume otro rostro. No hay olfatos quebrados, hay verbosa habla. Hay un estigma de la memoria que no se mide en higas. Aun cuando el placer de las invocaciones siempre es distante, propio de nuestra interioridad, porque surge de nuestro singular.
Con una nariz enteriza siempre preferiremos sentir el aroma a tinta y papel en nuestras manos, aquél bálsamo que nos lleva indeciblemente a la lengua materna.
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