jueves, 8 de noviembre de 2012

Bajarse del burro


por Moisés Lechado *

Atención, pregunta: ¿Quién se baja del burro?

Pues, aproximadamente.... nadie.

Qué difícil, qué tarea tan ingrata bajarse del burro, nadie quiere.

Y es que montarse en el burro es en sí mismo un triunfo, como si desde el burro tuviésemos una vista privilegiada, una posición dominante, una perspectiva nueva... con tufillo a Verdad Absoluta.

¿Pero qué encanto encierra el burro? ¿Acaso favorece la imagen de uno mismo? El burro es feo, obcecado, intransigente y desagradable. Y tiene orejas de soplillo.

Sin embargo, bajarse del burro significa renunciar a uno mismo y admitir el error. Bajarse del burro es como bajarse los pantalones, como perder la partida, como ceder la batuta... Y cada uno quiere dirigir su propia orquesta, aunque no suene bien.

¿Tú qué eres?
Director de orquesta.
¿De qué orquesta?
De la mía. ¿Pasa algo?

Y es que todos tenemos un burro al que subirnos de vez en cuando para darnos un paseíto por la calle Soberbia. Y subirse es fácil, pero bajarse...

Vamos como señores en nuestro burro, como señores ridículos, pero orgullosos. Porque además los burros no se comparten, cada uno tiene el suyo. No tiene ningún interés subirse al burro del otro, ¿para qué? ¿Para darle la razón a otro burrista? ¡Qué humillante!

Recuerdo que una amiga mía llevaba su burro a todas partes. Si salíamos a cenar, el burro con nosotros. Si nos íbamos a la playa, el burro con nosotros. Si hacíamos un viajecito, el burro con nosotros.

Pues bien, el año en que decidió bajarse del burro no se le ocurrió otra cosa que... ¡subirse en el mío!, perdiendo toda su gracia y estrechando el espacio entre nosotros de tal manera que aquello supuso el final de nuestra relación.

¿Por qué lo haría? Supongo que al verme tan contento, tan “emborricao”, tan disfrutón de mi propio burro... le daría coraje. Siempre discutíamos, pero yo era feliz llevándole la contraria y me gustaba verla enfurecer, dejarla sin argumentos, desesperarla hasta hacerla caer en mis brazos pidiendo una tregua... en forma de pasión desenfrenada.

Por eso quería yo mi burro para mí solo, era la base de nuestro amor, pero ella se empeñó en compartirlo... y todo terminó. Y mira que se lo advertí, porque mi burro era un monoplaza.

Mi padre también tenía un burro, más grande y más fuerte que el mío. Yo lo miraba desde abajo y me impresionaba. Un burro con mirada satisfecha, contento de haberse conocido, gustándose en cada trote... Y de padre burrista, hijo burrista. Los dos teníamos siempre razón, pero yo... menos.

Al finalizar cada “intercambio de opiniones”, mi padre siempre hacía el gesto de la victoria desde su burro. Siempre... hasta que un día su burro dobló las patas, ya no podía con el peso, y, mirándome desde abajo, imploró clemencia.

Yo, desde arriba, comprendí que me había hecho mayor, que debía tomar el relevo de la razón, que tendría que ser a partir de ese momento responsable de mis actos, sin derecho al pataleo, sin excusa concebida... Y le ayudé a levantarse, con la dignidad intacta, ganada a pulso y bien merecida, y nos dijimos adiós.

En el colegio siempre envidié a los profesores que daban la clase desde su burro, nada se podía objetar, nada se podía oponer a la ventaja que les daba el burro sobre nosotros, condenados a aprender sin pensar... a grabar en nuestras mentes soluciones a problemas absurdos.

Sin embargo, el otro día me encontré con uno de aquellos profesores tan burristas y tuve que mirarlo dos veces para reconocerlo, pues pareciera que el burro le hubiese pateado con todas sus fuerzas en su erudito culo. Encorvado, distraído, acobardado... triste.

¡Profesoooooor! ¿Se bajó usted del burro, por fin?
Me bajaron, niño, me bajaron... los achaques, los disgustos, las verdades...

No me alegré de la caída de tan ilustre burrista, no me tranquilizó en absoluto la idea de terminar como él, en el suelo, con los pies en la tierra (casi bajo tierra)... por una falsa realidad creada desde el lomo de un burro.

Y he visto curas en burro predicar sin dar ejemplo, vendedores de una fe que jamás moverá montañas, jinetes de medio pelo al trote burrista...

Comprenderás entonces que al aparecer tú, sabedora de lo absurdo, superviviente sin burro aunque jamás a-burrida, con tantas dudas como yo, con el semblante escéptico, con las ventanas abiertas, con la pizarra en blanco y la tiza dispuesta, con luces tenues y apenas sombras, haya decidido... bajarme del burro por fin.

Tremendo atrevimiento por mi parte, habrá incluso quien me tache de temerario, de exhibicionista, de “moderno”... Nada de eso.

La realidad es que ya no me resulta divertido cabalgar a lomos de la sinrazón, de la cabezonería, de la intransigencia. La verdad es que es mentira.

Tú, desprovista de cabalgadura, me has enseñado que la virtud de caminar sin miedo, dejando a nuestro ego bien atado y dormido, es el mejor antídoto contra el burrismo, contra el emborricamiento, sin llegar a ser... a-burrido.

Desembúrrate.

* Moisés Lechado es un abogado de 45 años que vive en Sevilla (España). Le gusta escribir y colabora con nosotros
Moisés Lechado Hurtado
ascalgarfo@yahoo.es
Sevilla -España

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