de Liliana Pérez Sande
Por ese juego de escondidas que nos hace la memoria, no fue hasta que leí ese sitio de internet, que volvieron a mí los recuerdos:“En 1910, como parte de los homenajes por el centenario de la Revolución de Mayo, los italianos residentes en la ciudad decidieron construir en la Plaza San Martín un monumento del que actualmente no se tienen precisiones con relación a sus características ya que el mismo nunca fue erigido por causas desconocidas(…).
Por ese juego de escondidas que nos hace la memoria, no fue hasta que leí ese sitio de internet, que volvieron a mí los recuerdos:“En 1910, como parte de los homenajes por el centenario de la Revolución de Mayo, los italianos residentes en la ciudad decidieron construir en la Plaza San Martín un monumento del que actualmente no se tienen precisiones con relación a sus características ya que el mismo nunca fue erigido por causas desconocidas(…).
Lo cierto es que, durante los actos por los cien años de la gesta de Mayo de 1810, la colectividad italiana podría haber enterrado en algún punto del paseo público la piedra basal del monumento. Sin poder ser nunca encontrada hasta el momento (…). Fue como un relámpago emocional. Tratando de poner en orden mis pensamientos comencé a escribir este relato familiar que tanto disfrutaba escuchar de mis abuelos. Seguramente eran otras las palabras como la cronología de los acontecimientos y, sabiendo que la nostalgia siempre nos traiciona, lo más seguro es que todo sea una simple coincidencia.
Era la víspera del 25 de Mayo de 1910, cuando Vittorio, mi bisabuelo, llegaría sigilosamente a la Plaza San Martín, resguardando entre las ropas su “tesoro” y con la pala que lo acompañó tantos días de su vida, se dispondría a cumplir su sueño. Había llegado en el Príncipe Umberto un año antes del Centenario, desde el puerto de Génova lugar donde tantas almas partieron hacia un destino llamado América. Fue un interminable viaje donde muchas veces pensó que, en venganza, esas aguas amotinadas lo tragarían por haber abandonado su familia. La alegría por la llegada al Río de la Plata se perdió entre las infinitas colas y en un albergue obligatorio, entre pucheros y mate cocido dejaría de sentirse como un pasajero de tercera. El registro de ingresos sólo contenía monosílabos: Vittorio Guazzi. Veinte años. Masculino. Célibe/Núbile. Agricultor. Pocas palabras para definir a tantos seres que con su propia historia cambiarían también la de nuestra República.
Vittorio había llegado en el preciso momento en que se iniciaban las obras de la plaza San Martín. Allí se construirían los caminos internos y se plantarían los árboles que hoy forman parte de nuestro paisaje cotidiano. Para eso se necesitaba mano de obra barata y la llegada de inmigrantes era una oportunidad que la ciudad no iba a desperdiciar. El destino de él, como el de otros, fue contribuir en esa tarea que lo llenaría de orgullo.
Giuseppe, su compañero de aventuras, lo esperó en las afueras de la dársena y, entre alaridos y gestos de alegría, se fundieron en un abrazo fraternal. El viaje en tranvía lo llevaría a aquella casa de cuartos sin ventanas, a esa nueva citta que aprenderían a llamar Mataderos.
Era una multitud de familias que compartían la vida y las paredes y, para Vittorio, dormir en una habitación tan poblada le recordaba su casa natal. La llegada de un compatriota siempre era una fiesta donde, en largas mesas, se podían desnudar las tradiciones sin vergüenza.
Temprano, Vittorio partía hacia la Plaza con la pala a cuestas aunque su trabajo era cargar losetas, esperaba demostrar que él era un agricultor experimentado. Y fue aquel día que, por fin, tendría su oportunidad.
Habían traído esa hermosa Magnolia, decían desde la China, el viaje en barco la había sometido a extremos cuidados y su plantado requería de algún experto que no estaba entre los presentes. Decidir dónde debía ser ubicada se había transformado en una responsabilidad que nadie quería tomar y corrían el riesgo de perder tan exótica especie. Pero fue ante las palabras de Vittorio que no hubo dudas: “No le gustan los grandes calores ni las heladas tardías”.
Suficiente para entregarle al italiano el mando de la situación. Recorrió la plaza estudiando la trayectoria del sol, tomando un puñado de tierra entre sus manos, como si en ella estuviera la respuesta, determinó el lugar donde debería ser colocada. Todos lo siguieron con respeto y, obedeciendo sus instrucciones, la Magnolia fue plantada. Volvió al conventillo donde compartió la idea con sus amigos: llevaría una pequeña placa de mármol la cual Giuseppe prometió conseguir en el cementerio, y cuyo grabado diría “Vittorio Guazzi, italiano, plantó esta Magnolia en 1910”.
Lo miraron entre incrédulos y risueños, pensando que ese italiano orgulloso llegaría adonde se lo propusiera. La noche del 24 partió emocionado y, junto a los buenos augurios, fue decidido a cumplir lo planeado. Conociendo cada rincón de la plaza aprovechó la soledad de la noche. Se acerco a la Magnolia para cavar sin pausa hasta ocultar la placa y, con sumo cuidado, volvió a dejar la tierra tal cual estaba.
El 25 de Mayo la ciudad amaneció plena de festejos. El primero de ellos fue la ofrenda al General San Martín. Desde un lugar apartado y con la ropa todavía llena de tierra Vittorio participó emocionado de aquel momento, más por la Magnolia que por el Libertador. Hasta el final de sus días, en los infaltables paseos por la plaza, fue el custodio silencioso de aquel árbol de flores perfumadas.
Terminé de leer este relato, que compartió cada generación de mi familia, con el emocionado silencio de mis compañeros. Decidieron que en honor a mi bisabuelo merecía ser comprobada la existencia de esa placa. Iniciamos entonces una larga recorrida de trámites burocráticos y formularios extensos, pero obtener un permiso para “buscar un pedazo de mármol que un italiano decía haber enterrado” no resultaba ser importante para nadie y, hasta el día de hoy, no hemos tenido respuesta alguna.
La foto descolorida en el álbum familiar lo muestra sonriente, con la placa entre sus manos y esas letras que no se alcanzan a leer. Quizás una noche de éstas tome coraje y, con una pala, visite la Magnolia.
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