No sólo en África. En todo el mundo los cazadores salen muy temprano por la mañana a cobrar su presa. Antes del amanecer se levantan activos para pasar revista al armamento y ordenar el plan del día. Mientras unos ajustan las miras de sus fusiles, otros despliegan un gran plano sobre el cual señalan los lugares avanzados de donde podrán sacar el mejor provecho. Otros leen el diario y determinan con exactitud las condiciones reinantes: la entrada y salida de corrientes migratorias de cada especie, los momentos precisos en los que es necesario emplear la munición, las posibilidades de actuar o no furtivamente según convenga. Hasta los valores de cotización vigente de cada pieza son meticulosamente analizados. Todas las fases del preparativo general son armonizadas. Después de un buen baño y un copioso desayuno, acomodan en una gran mesa todos los bolsos y vituallas que usarán, mientras ajustan sus correajes y lustran sus botas. Aun pueden crujir sombras, pero con los primeros reflejos del sol, los cazadores salen animosos, ordenados, cantando a coro una vieja canción de la Legión Extranjera que ya nadie recuerda.
No sólo en África, en todo el mundo, no faltan otras criaturas que comienzan y terminan el día huyendo de los cazadores. Muchos se repliegan a un escondite, otros corren y corren. Y no sólo para salvar sus vidas. También son atraídos por algo: el impalpable sonido de lo sensible, la cadencia lírica de la vida. Entre los perseguidos, uno de ellos busca otras estrategias para escapar del acoso del verdugo. Durante un sueño tuvo la revelación de que la muerte lo vendría a buscar para llevárselo consigo. Entonces comenzó a pensar cómo debería hacer para confundir a la Parca de armas llevar. Llegó a la conclusión que lo ideal era cambiar de piel. Por ejemplo, un conejo puede convertirse en hiena o en zorrino transmudando su vida. En su caso, sacarse las aspas de ciervo y ponerse las orejas de asno era lo que debería hacer. Esto desorientaría a la muerte. Aunque claro, no sería suficiente, debería cambiar de domicilio todos los días para que no lo encuentre. Y además, sería conveniente adoptar otra personalidad y hasta sustituir su forma de pensar. ¡Ahí está! Así que, en primer lugar, decidió quemar la biblioteca e irse a vivir a hoteles diferentes. Preparó un pequeño maletín, abandonó su casa, presuroso, y comenzó a caminar por las angostas calles hacia un destino diferente. La extraña bruma de la ciudad traía un crujido desarmónico de sombras. Y al llegar a una esquina notó que los pertrechados cazadores estaban agazapados, avanzando hacia él en un perfecto movimiento de pinza. Detuvo su marcha y fue rodeado como una tromba. Mientras lo apuntaban, lo examinaron de arriba abajo por largo rato, hasta que finalmente uno de ellos dijo: “Este no es útil, es el financista de un gran banco, déjenlo irse”. Cuando volvió a emprender su camino, pensó que la triquiñuela había servido, sin percatarse que caían de su bolsillo papeles con poesías que no se había atrevido a quemar. Un cazador tomó una y comenzó a leer:
Despiértame cuando veas que ya no venzo
despiértame ante cada duda que tuerza mi vida
despiértame cuando busques mi beso activo
despiértame cuando mis entrañas se confundan.
Se sintieron burlados. En el eco del denso bosque de cemento se escucharon infinidad de disparos y la muerte de un majestuoso ciervo regaba con su noble sangre la equívoca calzada ya recorrida.
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