Culturas y culturitas
Las naciones fuertes tienen confianza en sí mismas. Puede que una nación poderosa tenga, tal vez, una cultura de segunda o tercera categoría; conozco casos. Pero sus habitantes creen en ella, y se sienten confiados en esa creación suya, a la que defienden.
Los miembros de una cultura con personalidad miran, sí, afuera, para enterarse de lo que pasa en el mundo; pero en última instancia proceden según sus usos y sus afectos. No sólo no importan costumbres y hábitos estéticos y artísticos, sino que se dan el lujo de exportarlos a lo exterior.
Las naciones de poca entidad, las que viajan en el vagón de cola de la cultura universal, viven inseguras de sí mismas; el signo distintivo de la poquedad y de la medianía, tanto en lo individual cuanto en lo colectivo, es la inseguridad en el proceder. Las veréis siempre pendientes de lo que ocurre afuera, y fácilmente se transforman en meras imitadoras.
Para ponderar casi matemáticamente lo que estamos exponiendo, tenemos un medidor infalible: la pronunciación de palabras y nombres extranjeros. Las culturas con personalidad pronuncian las voces extranjeras generalmente como se les antoja. Adaptan las palabras foráneas a sus usos y hábitos fonéticos, traducen, incorporan, transforman. Ejemplo de ello tenemos en nuestra propia casa, cuando en la época del poderío español, de Cristóforo Colombo hicimos Cristóbal Colón, de Thomas More Tomás Moro, de Martin Luther Martín Lutero, de London Londres, de Milano Milán, de Torino Turín, de Firenze Florencia. Las culturas de baja estofa hacen lo contrario: viven con los ojos puestos en lo foráneo, y conciben por ello el respeto reverencial propio del inferior hacia el superior. Viven perpetuamente temerosas, como el palurdo que entre caballeros siempre recela puedan recela puedan descubrirle el pelo de la dehesa.
Nosotros no solo ya no adaptamos nombres extranjeros a nuestro gusto, sino que ya vamos incluso perdiendo terreno en los nombres que hasta hace poco teníamos traducidos al español: siempre dijimos Leopoldo Stokovski (famoso director de orquesta); hoy ya dicen Leopold. Siempre se había dicho Adolfo Hitler; hoy ya es Adolf. Siempre habíamos escuchado Carlos, o Carlitos, Chaplin; hoy ya es Charles. El famoso escritor ruso Tolstoi para mi generación fue León; para la actual ya va siendo Lev, o algo parecido, Prokofiev y Rachmaninov, que hasta no hace muchos años fueron Sergios, hoy ya son Sergei.
Ni habla de adaptar a nuestra lengua los nombres nuevos, por ejemplo, los de naciones surgidas a la vida pública en las últimas décadas. ¿Qué hubieran hecho los antiguos con ese, para nosotros, engendro fonético, que es Sri Lanka? Tal vez Esrilanca, o Rilanca, o algo así. ¿Qué hicimos nosotros? Nada. Lo que digo de esta nueva denominación vale para otros muchos nombres geográficos.
Donde el afán imitativo llega, lisa y llanamente, a la paranoia, es en ciertos locutores de radios culturales, generalmente propaladoras de música clásica, donde el deseo de “lucirse” con una alambicada pronunciación de voces foráneas los lleva a cometer cómicos y pintorescos disparates.
Las cosas llegan a colmo cuando los de habla castellana dejan de pronunciar correctamente voces españolas suyas porque… porque en Estados Unidos, o vete a saber dónde, las pronuncian mal. Así escuchamos a menudo Flóguida en lugar de Florida, Maiami por Miami, Hegrerá por Herrera. ¡Y las iniciales!: nada de Be.Be.Ce, como siempre dijo la propia BBC en sus transmisiones en español, siguiendo la norma lógica de que si estoy hablando en una lengua, tales iniciales deben ir con el nombre que tienen en esa lengua, sino Bi Bi Ci. Así escuchamos en boca de quienes probablemente no saben jota de inglés, decir hasta el hartazgo Eich.Es.Bi.CI (H.S.B.C.), Ai.Es.Pi.En (E.S.P.N.), Em.Yi.Em (M.G.M.), y otros alardes de profundos conocimientos filológicos.
Todo eso suena muy propio de gente suficiente, gente avispada que las caza al vuelo, individuos que están de vuelta cuando el resto de los mortales vamos todavía de ida. Suena, en fin, muy ”porteñito”, muy pronto de quienes, con suficiencia, han tomado las riendas de esta gran nación desde hace más de siglo y medio, concentrando en la metrópoli el poder más absoluto, y construid la república de que gozamos, opulenta, feliz, limpia, segura, ordenada, auténtico modelo digno de imitación
En mi barrio cuando era chico había un tío, agudo como punta de colchón, que concibió la idea de que él era más elegante y fino que el resto de los que le rodeaban. Diose, pues, a imitar, infantilmente, el habla, los vestidos, las costumbres de lo que llamaba la “alta sociedad”. Como era de prever, en un arrimado a la cola como él, produjo un efecto lamentable y comiquísimo. “El Payaso” lo llamábamos los que, indudablemente sin fundamento, nos creíamos más vivos que él.
Me pregunto: ¿cómo nos llamarán a nosotros?
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