viernes, 21 de agosto de 2009

EL BOTÓN

Por Juan Disante

Ocurrió como les cuento.
Un verano abrasador.
Vivían puerta por puerta, en la retirada torre frente al río, en el puerto de Olivos y disfrutaban de la localidad de Vicente López como un dormitorio íntimo, pero sin secretos. El hábito de recorrer los tranquilos barrios y plazas de Florida o La Lucila los conmovía a ambos. Estaban convencidos de que todo ese paisaje, que para mucha gente era de rutina, ellos debían llevarlo a flor de piel, apenas rozarlo. No comprometerse en profundidad con la vida urbana. La certitud de vivir en una ciudad dormitorio estaba asumida totalmente y no deseaban otra cosa que ese hábitat verde los contuviera y acariciara como la vida erótica que ofrecen las alcobas a los amantes.
En esa época, después de atravesado sus divorcios, disfrutaban del arterial placer de estar solos, sin ya pensar en un pasado allanado por cierta propensión.
Así.
Se habían propuesto relacionarse de manera que el amor no los volviera locos, ni estar a merced de apéndices. Lo posible de la tentativa era no fundirse en “una sola persona”, un solo sentimiento.
Eso. Seguir siendo dos.
El ensayo era amarse entrañablemente. Intentar mantener el equilibrio de sostener la feliz pegadura de estar juntos y alternar esa unidad con la libertad de la propia autonomía.
Él la recibía en su casa como un huésped muy amado y de igual modo ella. Pero sus viviendas expresaban el toque personal de sus impares identidades. Allí nunca se ponía el sol dorado de la suelta emancipación.
En los días de calor preferían andar sin prendas por la casa, como si estuvieran solos. Cuando salían de paseo, se esperaban mutuamente, sin apuros. Y al cruzarse con algún pensamiento enredado, sus ojos transparentes pedían hablar de la cuestión.
Con sinceridad todo era comunicado.
Tal cual.
Cierto sábado, ella deseó recorrer las inmediaciones de la Torre Ader en Carapachay. Vieja leyenda.
Leyó.
- “Es un lugar encantado en el que se producen extraños juegos de luces al caer el sol. Cualquier pareja de amantes que la rodeara varias veces, lograría un eterno compromiso amoroso. No podría quebrarse por siglos”.
El reparo de una larga pausa la sostuvo.
- ¿Vamos, amor?
- ¿Te parece? Algo me dice que no debemos ir. No me gusta demasiado ese lugar. Pero, bueno… si quieres ir… vamos. Antes voy a bañarme.
Comenzó a desvestirse y, de repente, saltó un botón de su camisa. El botón cayó al parquet del piso y comenzó a rodar lentamente en dirección a la ventana soleada de cara al Río de la Plata. Espontáneamente, los dos, gateando por el suelo, siguieron su recorrido. Inesperadamente el botón inició un juego de escapadas, girando y huyendo de sus seguidores. Dio vueltas y vueltas hasta finalmente ser atrapado y depositado en el borde de una repisa.
Arrodillados en el suelo, se miraron.
Un penetrante rayo de sol llegaba de la totalidad y atravesaba la blancura del botón.
Así fue.
El entró a la ducha y ella, extendida, observaba su figura enjabonada en la bañera. Ese momento se hizo eterno al intentar desentrañar su vacilación. Giro su cabeza para mirar el cristalino botón, reflexionó un interminable momento. Volvió a mirar a su amante, envuelto en una espuma tan sustanciosa que activó sus deseos. Sentía que esos momentos se derramaban, que el tiempo se congelaría si no adoptaba una decisión.
Volvió a clavar sus ojos en el botón.
De prisa buscó el costurero y enhebrando una aguja, comenzó a coser el botón en la camisa de él, sabiendo que de ese modo, estaba forzando el destino de ambos. Debía apurarse para tapar su duda antes que terminase su ducha.
Era empujada a un temerario salto por el instintivo mandato del amor.
Si.
Desde la ventana, la tarde parecía expectante. El brillo parecía coincidir con la ternura. Y la pasión, una vez más, volvía a confundirse con la sed.
Cuando él salió del baño, paralizó su mirada con estupor, entre hechizado y confundido. Su corazón irrumpió con latidos quejosos y su mirada se entristeció.
- ¿No lo he cosido bien? Preguntó ella con afección.
Él se inclinó, le acarició las manos, y dijo acongojado:
- ¡Ay! Tesoro mío, no debiste hacerlo… no debiste hacerlo… ¿por qué lo has hecho? ¡Ay dios mío! Con cada una de esas puntadas has cosido mi piel a tu piel. ¿Por qué? Son pinchazos que duelen. ¿Por qué? Si aprecias nuestro amor, no deberías intentar el juego de esposa. Tu solicitud femenina me aterroriza. Destruye todo.
- No puedo entender…
- Hoy se trata del botón, mañana de zurcir los agujeros de mi carácter, pasado de mis decisiones privativas. Y finalmente querrás coser mi persona y mi alma. Si empiezas a ocuparte de mi indumentaria, te ocuparás más tarde de mi libertad… y la perderé… sin motivo… sin razón… sin…
- Eres un ángel-, dijo ella, dejando deslizar una lágrima.
Pero ya era tarde.
Las luces arrebatadoras, perturbantes, del verano porteño… caían.
Fue como les cuento… tal cual.
Pudieron ver que, a partir de aquel día, el paisaje iniciaba una transformación de color. Las casas parecían derrumbadas. Los bares y plazas habían perdido su alegría. No existía un solo lugar donde la libertad tuviera su rincón hospitalario. Ya no habría puentes hacia el Paraíso.
Pudieron sentir que la paz se transformó en monotonía y el madrugador zorzal no cantó nunca más desde aquel alerce ocre. Y desde las alcantarillas se elevaban densas columnas de vapor que convertían en bruma el otoño inmoderado.
Pudieron comprender que la dicha perfecta, nuevamente, semejaba un fugaz resplandor en las grises aguas del río.

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