sábado, 12 de septiembre de 2009

Reencuentro

a D.L.

Ya todos saben para quién trabajan
Traduzco un artículo de Esquire
sobre una hoja de Kimberly-Clark Corp.
en una antigua máquina Remington.
Corregiré con un bolígrafo Esterbrook.
Lo que me paguen
aumentará en unos cuantos pesos las arcas
de Carnation, General Foods, Heinz,
Colgate-Palmolive, Gillette
y California Packing Corporation.

José Emilio Pacheco

Escuché el poema por primera vez hace más de veinte años, de boca de un generoso profesor que cerró un curso de literatura latinoamericana con su lectura. No apunté ni el título ni el autor, solo me limité a disfrutar de la voz, la cadencia, las modulaciones de un lector que –supe después- también era poeta. Acaso por timidez, no me animé a acercarme a él al terminar para pedirle los datos que no había alcanzado a apresar tras el impacto brutal, la conmoción. Nunca lo olvidé. Es decir, olvidé la totalidad de las palabras y el orden. Pero no su esencia. De algún modo sobrevivían en mi memoria no solo los nombres de las marcas familiares (tenía la certeza de haber escuchado Remington, la vaguedad de haber oído Gillette, me arriesgaba con Colgate-Palmolive) sino también cierta idea de la estructura: creía recordar la enumeración, una primera persona. A pesar de que lo intenté durante mucho tiempo nunca pude reconstruirlo con tan pocos fragmentos. Porque, a menos que el azar me hubiera permitido toparme con él, ¿cómo hacerlo? Llegó entonces una máquina a mi vida y creí develar el enigma. Fracasé. Los jirones seguían siendo escasos para el buscador electrónico. Quería más pistas que yo no podía ofrecerle. A punto de rendirme, después de probar con unas pocas palabras que no acertaban a componer la contraseña, pensé indagar a quien oficiara de intermediario en nuestro encuentro: el maestro que había elegido el poema para compartirlo con un numeroso grupo de estudiantes de Letras. También para despedirse. Tratándose de alguien muy reconocido en el mundo académico no me sorprendió convocar casi instantáneamente a sus propios textos ante la simple inscripción de su nombre en la red. Fue otra cosa lo que me dejó perpleja: que apareciera así, casi naturalmente, su dirección de correo electrónico. Esos signos eran mi incierta tabla de salvación pero me aferré a ellos y le escribí. Fui todo lo precisa que pude ser: mencioné fechas, carreras, materias, hasta concentrarme en un día. Un instante de aquel día. Aquella clase final. Aquel (éste) poema. La respuesta fue inmediata. Con entrañable sencillez el profesor no solo me confesaba cierto desconcierto ante el pedido y me llamaba amiga, también me adelantaba un posible título y autor (que reconstruía con tan mínimos datos!) a la vez que me prometía que esperara su confirmación ya que no tenía el libro en su poder (lo había donado junto con toda su biblioteca). Si con tan pocas líneas ya era feliz, lo fui aún más al recibir el envío del texto completo -precisamente el que me anticipara- que llegó a corto plazo. Supe que la tecnología aún podía reservarnos algunos milagros. Haberme reencontrado con la composición de Pacheco era uno; el otro -insospechado y por ello tan místico para mí-, haber iniciado una amistad epistolar con mi maestro. De ambos hechos he tardado en reponerme. Tanto, que para escribir la experiencia fue inexorable que aguardara su transfiguración en recuerdo.
Resta ahora tratar de desentrañar por qué mi memoria se empecinó en retener esos versos. Creo tener las razones: el mexicano habla de nuestras venas abiertas y el eterno tributo (una de las preocupaciones en las que me reconozco desde siempre). Y lo hace desde el oficio del escritor. Valerse de las herramientas, tachar, borronear, corregir, hasta hallar la palabra, para traducir a otro o al mundo, quizá sea la mejor definición para quien no cesa de buscar su propia voz.

Nancy Manoli

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