Supongamos que usted una mañana se despierte,
se siente en el borde de la cama,
se mire el cuerpo,
se estire como un gato
y apretando el riñón con su índice,
diga bueeéh…!
Supongamos que una mañana usted se despierte…
poeta.
Supongamos.
Que deposite una gota de esternón
sublingual,
estire el regreso de un deseo,
y frente al ingreso ventanal del sol,
se hamaque.
Que levante las cuatro sotas que dejó tiradas anoche,
le recorte los tacones,
y al periódico del día lo salpique
con matecocido y porfía.
Que le den ganas de dibujar bocas y zapatillas,
dejar escapar todos los adjetivos por las mirillas,
perseguir en paños menores a la metáfora menor
por toda la casa.
Que de repente se le aparezca la letra jota
minúscula,
y aquella vieja historia de la música,
secrete.
Que los sedimentos sedimenten,
los nutrientes refrigeren,
los amores platonicen,
los perdedores ironicen.
Digamos, que a usted no le interese más otra cosa
que la semilla,
el desentono,
quebrar el semen.
Querrá fatigar el suburbio
si devino poesía,
resoplar su potrillo.
Vamos a suponer que sale a la calle en puntas de pié,
que salude cortésmente a una señora con sombrero.
“Buon giorno”
y en vez de una flor le obsequie un soliloquio.
Por un momento, supongamos
que al doblar la esquina del buzón
vienen a su encuentro Alejandra Pizarnik del brazo de
Julio Cortázar,
lo besen como a un viejo cómplice
y se vayan los tres abrazados hasta la última mesa
de un bodegón malhablado
a describir, muertos de risa,
el rechinar de los pecados
que pasan
en fila india… uno a uno.
Piénselo.
Una mañana desatinada
usted debería suponer.
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